Por Gonzalo Tapia
Al principio fue el cine
Mucho antes de la velada memorable del “Grand Café” de París en la que unos cuantos curiosos asistieron a la primera función pagada del cinematógrafo de los Lumière, los miembros de la especie humana ya eran antiguos usuarios de las pantallas.
Esa pantalla inaugural del cine tuvo su remoto antecedente, conjeturando con algo de audacia, en los muros de las cuevas que cobijaron a los hombres primitivos. Sobre esas irregulares superficies, el fuego proyectaba formas ondulantes que –como las nubes, el mar y las estrellas– tenían la virtud de excitar la imaginación de los hombres.
Esa pantalla inaugural del cine tuvo su remoto antecedente, conjeturando con algo de audacia, en los muros de las cuevas que cobijaron a los hombres primitivos. Sobre esas irregulares superficies, el fuego proyectaba formas ondulantes que –como las nubes, el mar y las estrellas– tenían la virtud de excitar la imaginación de los hombres.
Algunos miles de años después Platón, el ateniense, propuso con intrepidez que todo lo que le está deparado conocer a los comunes mortales, es una representación universal de sombras sobre el modesto ecran de un fondo de caverna. Sin embargo, en ese cuestionado mundo real, las pantallas continuaron sus existencias larvarias a través de los siglos en improvisados teatros de sombras, ejerciendo con modestia su función de sustrato de sueños.
La primera carga

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