Por Gonzalo Tapia
Los guardianes
François Truffaut –y eventualmente Ray Bradbury, en su primera novela Fahrenheit 451– propusieron una sociedad futura hipercontrolada por el poder político que, en nombre del bien común, había condenado a los libros (junto a las casa de sus dueños) a arder en el fuego. En la reiterativa historia universal, esto ya había ocurrido muchas veces: el primer imperio chino, el cristianismo virulento del siglo IV, el Tercer Reich y otros, ya habían intentado vanamente acabar con los libros inconvenientes.
En ese inventado mundo totalitario, el gobierno pretendía imponer a sus súbditos un estado de felicidad obligatoria, y para lograrlo consideraba primordial el exterminio de los libros. Una red clandestina de lectores impenitentes se oponía ardientemente mediante la práctica de un método capaz
de ocultarlos en almacenes indetectables por la entidad represiva especializada. Se trataba de extirpar a los libros de su materia mundanal –y combustible– para ponerlos a buen recaudo: cada miembro de la resistencia debía memorizarse “el suyo” de principio a fin. De esta laboriosa manera, los textos regresaban, con fines de almacenamiento y preservación temporal, al abrigo maternal de un lugar semejante al de su creación: un cerebro humano.
de ocultarlos en almacenes indetectables por la entidad represiva especializada. Se trataba de extirpar a los libros de su materia mundanal –y combustible– para ponerlos a buen recaudo: cada miembro de la resistencia debía memorizarse “el suyo” de principio a fin. De esta laboriosa manera, los textos regresaban, con fines de almacenamiento y preservación temporal, al abrigo maternal de un lugar semejante al de su creación: un cerebro humano.